Diciembre para mí es un mes de recuerdos. Soy de familia numerosa y no sólo por los de casa, sino también mis tíos, tías, primos, primas, abuelos. Gente fiestera y siempre preparada para abrir un champagne y gritar ¡feliz Año Nuevoooooo!

Así fue toda mi infancia. Es que en mi tierra la Navidad es muy parecida a la vuestra. Celebrar en familia. Reunirse. Abrazarse. Pero la Nochevieja es algo distinta. No solamente por los fuegos artificiales que llenan los cielos de Brasil por muchísimos minutos. O por el hecho de vestir todos de blanco (sí, el día 31 los brasileños están blanquitos como la nieve). Las fiestas, privadas o callejeras, duran fácilmente desde el comienzo de la noche hasta el amanecer. Además de todo eso, es creer -de verdad- que el nuevo año te hará una nueva persona mucho mejor. Que el prójimo también lo será. Es, literalmente, la confraternización universal. ¡Ah, mi Brasil! Tan sufrido, pero en estas épocas siempre con un soplo de esperanza general.

En mi primera Nochevieja en Palencia me impresionó mucho lo de estar bajo cero en plenas Navidades. Claro, al otro lado del charco es pleno verano, aunque en mi ciudad -con cerca de 30° o más- estemos llenos de pinos de plástico cubiertos de nieve falsa. Recuerdo cómo me impresionó que ni un canal de la tele estuviera contando desde horas atrás cuánto faltaba para la medianoche. Me acuerdo de que después de la cena estaba toda la familia de mi marido allí tranquila: unos viendo una peli antigua, otros charlando despreocupadamente y mi corazón gritando: “¡oyeeeeee! ¡Que ya llega el Año Nuevo! ¡Nos falta media hora!” Pues nada. Calladita me quedé. Hasta que a cinco minutos -o menos-, la programación de la tele cambió y… ¡a por las uvas! Uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva, uva. Sí, todas esas. Doce. Una para cada campanada. Una para cada mes del año. Y yo concentrada en no atragantarme.

Me hace gracia escribir todo eso después de casi diez años. Y tres pasando nuestras Navidades aquí como palentinas por adopción (mis niñas y yo), al lado del papá Juan Pablo, chiguito de toda la vida, y su familia. Ahora también nuestra.

La verdad es que hoy me pregunto: ¿Cómo se puede vivir estas fiestas sin polvorones, roscón de reyes, turrones y yemas? ¿Cómo pasar la Navidad sin contemplar nuestras calles y jardines iluminados? Sin los belenes palentinos. Sin ver la Plaza Mayor en todo su esplendor. Sin esperar al día 1 para el Bautizo del Niño. Sin contemplar la Cabalgata y recoger los caramelos. O los desayunos con chocolate caliente y churros de Los Jardinillos. Imposible.

Además, la cosa es subir a la montaña entre los días de fiestas y jugar en la nieve. Pero no aquella nieve de mentira de mi infancia. Es coger carretera allá arriba, admirar los miles y miles de pinos cargaditos de blanco y pensar: gracias, Dios mío, por dejarme vivir Navidades aquí.

¿Sabéis qué? Todavía falta un poco, pero ya estoy buscando dónde comprar las mejores uvas para la medianoche. Doce para cada persona. Y que ningún otro guiri se atragante.

Feliz Navidad, Palencia. Feliz Navidad, PaCO. Gracias por acogerme.

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