Con un pie fuera y otro dentro

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Una crónica particular sobre las fiestas de un pueblo, en un lugar de Palencia, de cuyo nombre no puedo acordarme

 

Por ALFREDO GARCÍA MISAS

 

Hace tiempo que no vivo las fiestas del pueblo como antes. Aún recuerdo aquellos años en los que el grupo de amigos montábamos una peña nueva cada verano. Y luego nos  quejábamos de que nunca sacaban nuestra foto en el programa de fiestas. Como para incluirnos… cambiábamos más de peña que Beyoncé de outfit en un concierto. Aun así  éramos siempre los mismos con alguna baja o nueva incorporación. Con el tiempo cambiaron las cosas. Nos hicimos mayores y cada uno fuimos por nuestro lado. Ahora espero a que lleguen mis amigas de Palencia para pasar el fin de semana de celebraciones juntos. Y cuando atravesamos la plaza de la iglesia para ir al concierto, todo me parece extraño.

Vivo allí y  sin embargo lo observo todo tras las lentes de un extranjero. Aun así, el rumor lejano de las olas de la niñez me susurra al oído. Donde ahora están los adolescentes tirados en el suelo, algunos ya borrachos perdidos, se alzaba hace doce años un pequeño módulo de metal en cuyo lateral relucía en un grafiti barato el nombre ‘Zona Zero’ (sí, fuimos tan cutres de escribir cero con ‘z’, pero éramos niños así que es excusable).

Me alegra fijarme en que el garaje de la esquina de la plaza está abierto, los miembros de su peña tendidos sobre los múltiples sofás que nunca se han cambiado. Algunos también deberían renovar sus camisetas, pero supongo que el valor sentimental es bastante grande. Las caras familiares ríen en su interior, el pañuelo de fiestas de este año atado en sus muñecas.

Nos hemos saltado el pregón así que también nos hemos quedado sin pañuelo, pero a ninguno parece importarnos. Es otra manera más de diferenciar a los que son de aquí y los que no, aunque yo tengo un pie a cada lado de la frontera. También hace tiempo que en casa dejamos de coleccionar esos triángulos de tela de colores que ahora han quedado olvidados en vete tú a saber qué cajón. Las personas cambian y con ellas sus prioridades.

Si inhalas con intensidad aún puedes identificar el olor de la chorizada de hace un rato. Al fondo de la calle ya divisamos el escenario, a cuya vera se encuentra congregada una masa de personas bailando y cantando. La gente se ha esparcido hacia los laterales, fuera del asfalto y encima de la tierra y el polvo donde se sacarán a las vaquillas dentro de unos días. Allí nos afincamos y bailamos al son de unas versiones un tanto cuestionables de canciones antiguas y modernas.

Rostros de toda la vida se cruzan: algunos solo son un intercambio rápido de saludos, otros merecen una charla, ya sea más o menos duradera. Pero la mayoría de las caras son desconocidas: una mezcla entre las nuevas generaciones a las que he perdido la pista y los de fuera, cuyos números aumentan cada año. La multitud se multiplica a medida que pasan las horas y a pesar de las quejas por una falta importante de reggaetón, todos seguimos bailando y cantando hasta quedar casi afónicos.

El tiempo favorece la noche de celebración. Cuando la orquesta hace un parón y los allí presentes se dispersan, no hace falta sacar la chaqueta que todos hemos traído pero ninguno se ha puesto. Aquellos que no nos hemos ido al ‘baño’, charlamos animadamente. Algunos ya lucen las sonrisas fanfarronas que solo logra sacar el calimocho confeccionado con el vino más barato del Mercadona.

Cuando termina la verbena, nos dirigimos a la discomóvil en la entrada del pueblo. Nadie entiende por qué hay que moverse y no lo han hecho en el mismo sitio. Si estuviese presente algún vecino le faltaría tiempo para explicarles las razones con todo lujo de detalles. Ser del pueblo y saber atajar nos proporciona cierta ventaja frente a los que no lo son. Somos de los primeros en llegar y a pesar de que solo hay cuatro personas frente al escenario, los DJ ya pinchan con motivación.

La marea de gente termina de llegar, aunque el océano se ha reducido notablemente de tamaño. Los taxis aguardan en fila, no muy lejos, en espera de que aparezcan las personas que les han llamado. Los que han aguantado hasta aquí se aceleran más que en toda la noche con las canciones actuales que encadenan una tras otra. Muchas manos ya están vacías, abandonadas las botellas o vasos al terminar la orquesta, pero con algunas excepciones.

El fin de la noche se anuncia cuando nuestros pies ya no aguantan más ni en el mullido interior de las zapatillas más cómodas que tenemos. Al salir del gentío observamos un taxista con una bayeta en la mano, dispuesto con resignación a limpiar el interior del vehículo. Preferimos no conocer lo que ha acontecido en su interior y comentamos la utilidad de los protectores de asientos para noches como estas. Noches de fiesta y disfrute, sin importar de donde seamos.

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